Quiosco con la prensa del movimiento
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El honor en la condena

El periodista de Onda Cero, Rafa Latorre, escribió esta columna dedicada a la censura en la edición conmemorativa publicada 50 años después de la orden de cierre al diario MADRID

El revistero de prensa tiene un oficio culposo. Ejerce una libertad delegada, camufladas sus innegables intenciones editoriales en cita. Esto lo entendió bien el censor que en noviembre de 1967 expedientó al diario Madrid por reproducir una carta demasiado perspicaz. El caso instruye con una claridad insuperable sobre la libertad de información. Un editor es expedientado por reproducir una carta de un lector a otro periódico en la que denuncia la persecución de un periodista que ha reproducido un poema de, claro, un poeta. Me hago cargo del embrollo: el origen de todo es un poema que llega al lector a través de cuatro intermediarios. Esta es la matriushka de la edición.

La carta cuya reproducción le cuesta el expediente al Madrid la firma un tal FIJ y la publica la revista Mundo. En ella denuncia la persecución del bravo periodista canario Salvador Sagaseta, que osó reproducir en su sección del Diario de Las Palmas, titulada Luz verde a la juventud, unos versos pacifistas del poeta Pedro Lezcano.

Consejo de guerra es un poema antibélico sin disimulos, su denuncia no se oculta en la oscuridad de retorcidas figuras retóricas ni de simbolismos lisérgicos. Recuerda levemente a ‘La mano que firmó el papel’ de Dylan Thomas, sólo que Lezcano habla de la carne de cañón y no de quien la envía al despiece. Empieza así: «Muchachos que soñáis con las proezas / y las glorias marciales. / Bajaos del corcel, tirad la espada; / los héroes ya no existen o están en cualquier parte».

A una dictadura militar no le satisfacen los poemas antimilitares, hasta aquí nada extraño, pero el primer Consejo de Guerra que enjuició la publicación de Consejo de Paz si tuvo algo de asombroso. El acusado no fue el poeta Lezcano, cuya obra había pasado la censura, sino aquel periodista Sagaseta que osó reproducirla en la prensa. Atroz, sí, liberticida, claro, pero el procesamiento debió de ser un chute de optimismo para la prensa. Sólo después de que el poema se imprimiera en papel de periódico, la censura lo consideró peligroso.

Hoy que los periodistas tratan de disimular como pueden el drama de la indiferencia, este caso provoca una envidia extraña. A ningún plumilla le gusta que lo procesen pero todos quisieran ser tomados tan en serio como para terminar procesados. Paradojas de la influencia.

Llevo leyendo los periódicos para Alsina en Onda Cero desde hace más de un lustro y no ha habido una sola cabecera en la que alguien no me haya hecho llegar su deseo de salir más o mejor en la sección. A veces es el negocio, a veces la vanidad, pero en la prensa no hay eremitas, cualquiera quiere que su prestigio sea reconocido y qué mayor reconocimiento que el que la autoridad confiere con su censura. Pero hay otra lección además de la que afecta a la vanidad. La difusión jamás es inocente. Hay un cinismo secular en la profesión en el uso de las comillas, como si un mero signo ortográfico liberara de toda responsabilidad al que escribe. El periodista que difunde una declaración mentirosa sin advertirlo se hace cómplice de ella, también el periodista o el editor que difunde una información valiosa o valiente demuestra un compromiso. Esto lo sabía el Madrid cuando quiso ser el vehículo de la denuncia de la persecución de Sagaseta y Lezcano.

Por supuesto, que el editor era consciente de su complicidad y fue coherente con el compromiso de revelar una verdad incómoda a sus lectores. También fue consciente el censor. Cada uno, por tanto, hizo lo que le correspondía. El editor, ser libre y el triste censor, ser liberticida. Cada cual en su lugar.

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