Palabras de Rodolfo Martín Villa en el homenaje a Miguel Ángel Gozalo

Si Miguel Ángel estuviera aún con nosotros, nos hubiéramos llamado hace unos quince o veinte días porque el colegio de los Agustinos de León ha sido clasificado entre los en mejores colegios españoles de enseñanza primaria y bachiller. En aquel colegio habíamos estudiado los dos. Él llegó procedente de Madrid a la mitad del bachiller y yo estaba terminando. Quiere decirse que son los cuatro años que nos llevamos, lo que hace que estemos en una edad en que ya casi nos vamos muriendo casi todos.

Aquel era un buen colegio del que salimos para ingresar en los estudios universitarios y estudios superiores en un examen de Estado que presidió un personaje, el Rector Magnífico de la Universidad de Oviedo en aquel momento, D. Torcuato Fernández Miranda, que algo tuvo que ver con la España que hoy estamos disfrutando. Y además resulta que entre Miguel Ángel y yo hay una cosa en común muy importante, y es que los dos pernoctamos, canónicamente, pero pernoctamos con soriana. Maribel es soriana, de la Rivera del Duero, de San Esteban de Gormaz; mi mujer ya de las tierras que pretenden ser altas y que llevan no al Duero, sino al Ebro en Soria, las tierras entre Rioja y Soria.

Cuando me toca hablar de la Transición, siempre recuerdo y utilizo un libro, el de Fusi y Raymond Carr, que hace una clasificación de quiénes éramos los que tuvimos el riesgo, pero también la suerte, de gobernar en aquellos años. No todos venían de siempre de la democracia. Algunos como yo no veníamos de siempre en democracia, pero todos veníamos de la reconciliación, y eso permitió que nos entendiéramos entre nosotros y supiéramos interpretar lo que quería el país, lo que uno de aquellos grandes hombres de la política y la pluma, Gabi Cisneros, dijo: que fuimos capaces de hacer posible la España necesaria. Y que, cuando se examinaba a sí mismo y a sus compañeros los ponentes de la Constitución, añadía “dicen que esta es la Constitución de la reconciliación, pero nosotros ya estábamos reconciliados previamente”. Esa es la España a la que Miguel Ángel sirve desde la prensa, que es una industria a veces nociva, insalubre y peligrosa, por supuesto cuando se trata de las relaciones entre el poder y la prensa, y sobre la que Miguel Ángel hace una descripción absolutamente extraordinaria en el libro que escribió sobre Antonio Fontán, de la que seguro que habla alguno de los miembros de este panel, ya que a mí no es lo que me correspondería abordar.

A mí me corresponde hacer, aparte de estas cuestiones personales que en cierto modo explican mi presencia mucho más que cualquier otra cosa, una aproximación generacional. Éramos de las mismas quintas, éramos españoles de aquel tiempo. Que estudiamos en el bachiller, los hijos de una España triste que difícilmente supo salir de la más incivil de las guerras civiles que hemos tenido. Una España en la que, en el año en que yo acabo el bachiller, aún suceden cosas como que se supriman las cartillas de racionamiento y se cree el Ministerio de Información y Turismo,

Aquella gente tuvimos conjuntamente yo diría que dos decepciones. Hubo un primer intento de los llamados “los siete de Burgos”, mezcla de azules y cristianos. Unos creían que ya desde los comienzos de la guerra, las cosas no iban por donde ellos creían, digamos que en cierto modo se tenía demasiada consideración con los intereses de los fuertes. Y otros, los cristianos, aún consciente de la persecución que la República había tenido con el gremio, justificaban algunas cosas, pero no mirar al otro lado y dar por buenas cosas que estaban sucediendo. Se trataba de: Laín, Tovar, Ridruejo, Vivancos, Gonzalo Torrente Ballester, Rosales y el catedrático Rodrígo Uría. Son “los siete de Burgos”. El otro intento tuvo que ver con otros siete que fracasan también al cabo de veinte años, alrededor del 56, son “los siete de Madrid” (Ridruejo, Elorriaga, Gallardón, Tamames, Múgica, Miguel Sánchez-Mazas y Javier Pradera).

El primero de esos dos fracasos fue en el 36 el otro en el 56. Pasados otros veinte años, en el 76, surgió un personaje llamado Adolfo Suárez. Algunas veces para recordarle digo que Adolfo Suárez era de aquellos que los lunes, miércoles y viernes descansaba en las verdes praderas de los azules campamentos y los martes, jueves y sábados se dedicaba a la acción católica abulense. Esa era la mezcla que analizaban de alguna manera las gentes de entendimiento prensa, poder. Aunque los caminos fueran diversos, a veces adversos, existía una cierta comprensión de que todos estábamos pretendiendo lo mismo. Y en ese camino Miguel Ángel —vuelvo al libro de Fontán— es un ejemplo, porque es esta gente, entre otras cosas, de honestidad infinita, que se mide ante una congruencia absoluta entre lo que se dice y lo que se hace, lo que se proclama y lo que se ejerce y, sobre todo, qué hace cuando ejerce funciones de poder, que actúa con una fortaleza infinita, una fortaleza que se entiende siendo fuerte para con los fuertes y no para con los débiles, que no es forma de fortaleza, sino de debilidad. Este es el Miguel Ángel que yo conocí casi hace ochenta años. Ya voy para los noventa. Pero que, de alguna manera, como nos pasó a todos, lo fundamental de lo que pensábamos, de lo que hacíamos y de lo que pretendíamos ha permanecido bastante igual.

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