La ley del silencio

La ley del silencio

Editorial anónima publicada en la página 3 del diario MADRID del 30 de Enero de 1968, cuya autoría correspondía al colaborador José María Desantes, al que multaron con 50.000 pesetas por su crítica al proyecto de Ley de Secretos Oficiales

El proyecto de ley de Secretos Oficiales ha pasado a estudio de la Ponencia designada para aceptar o no las 56 enmiendas presentadas a su texto, tres de ellas a la totalidad. En la historia política española tal vez no haya habido un proyecto de disposición que haya merecido una repulsa tan concordante en la Prensa. El que exista una fundada sospecha de que lo veremos convertido en ley, con algunos retoques, no obsta para que se puntualice su falta de justificación. La ley de Secretos Oficiales, en la redacción de la que se parte, no hubiera sido necesaria o hubiera podido tener otra orientación más en consonancia con la rúbrica que la designa, que no debiera afectar a los medios de difusión, sino solamente a la Administración.

EL RÉGIMEN JURÍDICO ACTUAL

La ley de Prensa e Imprenta y la reforma a que fue sometido el Código Penal, como consecuencia de aquella, no olvidaron proteger reciamente la actividad no difundible del Estado. El valladar que supone el artículo segundo de la primera ley establece como limitación expresa «las exigencias de la defensa nacional, de la seguridad del Estado, y del mantenimiento del orden público interior y la paz exterior; el debido respeto a las instituciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa; la independencia de los Tribunales…»; la actividad de los expresados órganos (Gobierno, Administración y entidades públicas) y de la Administración de Justicia será reservada cuando, por precepto de la ley o por su propia naturaleza, sus actuaciones, disposiciones o acuerdos no sean públicos o cuando los documentos o actos en que se formalicen sean declarados reservados». En aplicación exclusiva del artículo séptimo de la ley al que pertenece este último texto, se dictó su correspondiente precepto reglamentario, el decreto 750/1966 de 31 de marzo, que dejó protegidos en su aspecto administrativo los secretos oficiales. El discutido articulo 165 bis b) del Código Penal, introducido por la ley 3/1967 de 8 de abril, elevó a delito aquellas limitaciones administrativas y las remachó con una respetable sanción penal.

La ley de Prensa, por otra parte, no se limitó a esta defensa pasiva de la actividad de los organismos públicos, sino que dotó a éstos del ama activa de las notas de inserción obligatoria.

¿PARA QUÉ MÁS RESERVAS?

Pero todo este bien trabado dispositivo se ha considerado insuficiente y ha sido necesario poner en movimiento un nuevo, extenso, prolijo e inconcreto texto cuya escasa justificación se advierte ya en su preámbulo, que ha de comenzar por confesar que es principio general «la publicidad de la actividad de los órganos del Estado», porque las cosas públicas que a todos interesan pueden y deben ser conocidas de todos». A partir de aquí ha sido difícil al legislador justificar su texto, lo que no consigue siquiera aludiendo al Derecho comparado. Si se examina la publicación oficial difundida por el propio ministerio de Información y Turismo, que no hay que pensar que sea incompleta o esté mal espigada, ningún Estado había llegado tan lejos en la adopción de medidas de protección de los secretos oficiales como España con la ley de Prensa y el Código Penal.

La conclusión unánime ha sido bien clara: se trata de tomar los secretos oficiales como cabeza de puente para invadir al margen discreto que la ley de Prensa había concedido a la libertad Informativa. Y esto no ya estableciendo una línea de frente definida y clara, unas líneas de un juego contrastadas y limpias, sino dejando estas líneas a merced exclusivamente de la movilidad que quiera imprimirles la Administración por virtud de la decisión de una constelación de autoridades que comienzan en el Jefe del Estado y termina en los funcionarios con jefatura de Servicios, oficiales de las Fuerzas Armadas o quienes temporalmente les sustituyan.

LOS DEFECTOS DEL PROYECTO

Era difícil, en efecto, modificar la ley de Prensa a través del estrecho orificio de los secretos oficiales. Solamente había un remedio que, manejado con más o menos habilidad, consiguiera el fin sin reparar en los medios: la inconcreción. La ley no define lo que sean secretos oficiales ni proporciona un repertorio de asuntos que, «en atención a su naturaleza», sean legalmente tales. Además de cualquier tema «podrá ser reservado cuando así lo disponga una ley», en el futuro podrán ser «clasificados» como secretos oficiales todos los «asuntos, actos, documentos, informaciones, datos y objetos cualesquiera que se refiera a cuestiones de defensa nacional, orden público, políticas, diplomáticas, científicas, económicas , financieras o técnicas». Teóricamente puede «clasificarse» todo como secreto oficial. Y en la práctica pueden clasificarlo dieciséis escalones político-administrativos que comprenden miles de funcionarios y altos cargos. Y esto conforme a un procedimiento no concretado en el que no sólo se incluye la posibilidad de «clasificar», sino también la de «adoptar inmediatamente las medidas protectoras que estime oportunas». Toda esta indeterminación, que desata el peor de los peligros de un orden jurídico, que es la inseguridad, se confía a disposiciones reglamentarias en las que la Administración se mueve con potestad prácticamente plena y sin cortapisas

Una cosa, en cambio, está concretada en el proyecto: la sanción penal y administrativa, que es la de «falta muy grave» para los órganos de la Prensa y para los funcionarios. Es a éstos últimos, a las distintas oficinas administrativas a las que debía haberse referido exclusivamente una disposición legal cuya preocupación sincera hubiesen sido tan sólo los secretos oficiales. Si son materias secretas, gestionadas o cocidas en el seno de las entidades públicas, solamente a través de sus funcionarios pueden ser conocidas, y a ellos debieron limitarse las medidas disciplinarias por revelación de secretos en aquellas materias taxativamente delimitadas que afectasen verdaderamente a la seguridad del Estado.

EL VALOR POLÍTICO DE LA INFORMACIÓN

No se ha hecho así, desgraciadamente, y con ello se van a poner fuertes trabas a la libertad de información, que, aparte de su valor teórico y de haber hecho realidad en gran parte uno de los derechos del hombre reconocidos en nuestro ordenamiento constitucional, ha demostrado ser capaz sin salirse de la Ley, hágase un recuento de las sentencias que los Tribunales han dictado en estos casi dos años a favor de la Prensa, de dar movilidad y gracia a la vida política española.

Aquí, como en todo, se oponen dos oposiciones. La inmovilista, la del Poder, a la que le preocupa la conservación del mando y de los privilegios que consigo lleva. Y la que pretende realizar lo que es compendio, resumen y coronación de las libertades públicas, que es la libertad de intervenir activa o pasivamente, desde dentro o fuera, en el Poder o en la oposición dentro del régimen, en acto o en potencia, para el presente o para el futuro en la vida politíca. Y para intervenir es necesario conocer la actividad del Gobierno y la de la Administración. Y la conveniencia de este conocimiento salvo en cosas muy concretas es superior y más general que las inconveniencias que suponga a los que, de manera transitoria y como representantes del pueblo, manejan la cosa pública. Con razón se ha dicho que el totalitarismo se puede definir brevemente como la falta de información.

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