Pedro Sorela
Pedro Sorela

Juan Villoro, por Pedro Sorela

'Laudatio' pronunciada por el crítico literario durante la ceremonia de entrega del XIV Premio de Periodismo 'Diario Madrid' a Juan Villoro

En cierta ocasión, allá por los años de la revolución zapatista, asistí a una clase de Juan Villoro en la UNAM de Ciudad de México. Era a primera hora de la tarde, y los estudiantes, como estaba previsto, dormían la siesta, pues para eso justamente se ponen por las tardes las clases de literatura, que son desde hace un tiempo que ya comienza a ser largo las que son de decoración y no importan nada.

 Y ahí, en el lugar menos previsto, un aula con unos cuantos estudiantes dispersos y escurridos en sus sillas, asistí a un gran espectáculo. Así sucede lo extraordinario, que llega cuando uno menos se lo espera. Pues con un entusiasmo  que se sacaba, se veía, de un depósito inmenso, Juan Villoro conseguía arrancar a esos estudiantes de la alta probabilidad de tedio al que estaban sentenciados desde el mismo momento de la matrícula, y hacer que se lo pasaran en grande.

     No quiero mencionar la obra que se estaba comentando, para no distraer. Lo cierto es que, sin caer en uno sólo de los clichés sobre generaciones y escuelas, sin leer ni una ficha acartonada ni caer en los topicazos con que los profesores se hacen la vida fácil, Juan convertía en juego lo que sin duda era para él, también, la literatura. Y lo hacía incluso dibujando a escala el mapa de México en la pizarra, lo que venía a cuento, y haciendo de ese dibujo una creación en sí misma. Y ese era el secreto, he terminado por concluir, recordando aquella tarde: Juan hacía de la iniciación en la literatura, iniciación más que explicación, un juego, una creación en sí misma. Por eso resultaba tan interesante: No era un profesor repitiendo sino un escritor creando y haciendo de esa creación una oportunidadpara pensar. Lo que a mi modo de ver es el ciclo natural de toda obra de arte.

    Cuesta reconocerlo así, pues demuestra una vez más el paso del tiempo, pero bien pensado Juan Villoro es el superviviente de una nueva edad de oro de las relaciones entre Españay México, la que se produjo en los ochenta y noventa, cuando ambos países disfrutaban de una bonanza cultural apoyada por las instituciones -parece mentira que hoy nos parezca tan lejos-, y el tráfico de escritores era constante. Sobre todo de México hacia España, todo hay que decirlo, y con una curiosidad que hoy llama la atención. Esos eran los años en que todos los escritores mexicanos o asimilados, de Paz y Fuentes a Pitol o Monterroso se acercaban a España más o menos una vez al año. Juan se acercaba dos y justo dejé de verlo tan a menudo cuando, en lugar de venir desde México, queriendo indagar en sus raíces catalanas se instaló para pasar unos años en Barcelona, donde sigue teniendo una casa, y ciudad en la que, por cierto, escritores, editores y entrenadores de fútbol también le escuchan, lo que me parece un prodigio.

    Pero la de Juan no se corresponde con la habitual amistad profesional, ni interesada, ni de cortesía que se suele dar entre escritores. Cuando el día que lo conocí, en Segovia, hace ya muchos años, le conté la extravagante peculiaridad del editor español, que suele permanecer indiferente a los cuentos, una peculiaridad que lo hace más individual si cabe en la exótica especie del editor, Juan me pidió el manuscrito de los míos, se lo pasó a la escritora y editora Silvia Molina, y esta, de paso por Madrid, se vino a mi casa unos días después a charlar de literatura varias horas y al final me dijo sin más vueltas que estaba interesada en publicar mi libro. «¿Pero ya lo has leído?», le pregunté. «No», me respondió, «pero si a Juan le gusta, está bien».

     Yo no lo sabía pero ahí comenzó uno de los grandes regalos que me han hecho en mi vida. No sólo la publicación de mi primer libro de Cuentos, «Ladrón de árboles» -que también-, sino el hecho de que con el pretexto de ir a presentarlo Juan me hiciera llegar al centro mismo del Distrito Federal y de lo que aún hoy considero que en esos años fue la capital de la Hispanidad. Una sociedad literaria única, como no he visto ninguna, en la que convivían como una sola pandilla escritores tan distantes en edad y originalidades como Margo Glanz y Daniel Sada, por ejemplo, y en la que Juan ejercía como una suerte de animador, de ingenio rapidísimo y generoso muñidor en la sombra. «Todo por los amigos», me dijo no hace mucho en Madrid, y ahí comprendí muchas cosas.

    Alguien no informado en exceso podría pensar que Juan Villoro pertenece a esa sub tribu periodística que podríamos llamar los «escritores de periódico», que contribuyen sobre todo con sus artículos y columnas a las páginas de opinión. Eso creía yo pese a notar en él desde que le conocí una gran curiosidad por el oficio periodístico, que se concretó, en los años noventa, en la dirección del suplemento literario del periódico La Jornada, de México. Un encargo realmente difícil por cuanto La Jornada es un periódico casi radical, o radical del todo, con lo que eso implica a la hora de seleccionar colaboraciones de opinión. Pues bien, en una de las sociedades literarias más feroces que existen, como contó Enrique Serna en su divertida novela «El miedo a los animales», Juan consiguió hacer en La Jornada un suplemento en el que cupieran todos, sin vetos ni listas negras. Bien es verdad que, agotado por el esfuerzo, lo dejó a los tres años. Y aparte de numerosísimas colaboraciones en prensa, también escribiendo de fútbol, deporte del que es un exótico experto pues puede llegar a comentar una jugada citando a Goethe sin que los aficionados le tiren piedras -su libro «Dios es redondo» es ya un clásico-, no ha vuelto a tener tentaciones de gestión periodística.

    Sólo con el tiempo y la experiencia he ido descubriendo que su actividad de maestro de ceremonias, de croupier de la cultura, no se debe sólo a su enorme simpatía y generosidad, que por otra parte no son ninguna anécdota, como saben todos sus amigos. Porque si con veintipocos años fue secretario de embajada de México en la antigua República Democrática Alemana fue en buena parte debido a su rigurosa formación en el colegio alemán de México, y de la que sin duda proceden sus conocidas traducciones del alemán, y en particular de von Rezzori, Von Hofmansthal, Goethe y sobre todo Lichtemberg, además, sin duda, de ciertas características mestizas de su prosa más exigente que algún experto desvelará.

Profesor en Yale, Boston y Princeton y en la universidad Pompeu i Fabra de Barcelona, entre otras, conferenciante habitual en América Latina y en particular en Colombia y Perú, donde es más que colaborador de algunas de las revistas de la llamada Nueva Crónica Latinoamericana, resulta por lo menos sorprendente la afirmación de Juan de que a él no le gusta viajar y sí en particular profundizar en los sitios porque es raro que no esté de camino hacia alguna conferencia, algún jurado de premio literario. En el proceloso mundo de los premios literarios en español, regidos por leyes que por lo general tienen muy poco que ver con la literatura, más de un acierto y más de dos, inesperados, se explican por su intervención y a la vez sus dones diplomáticas.

Puedo decir que nunca he sabido de un solo escritor latinoamericano, y durante veinte años traté a muchos, gracias a mi trabajo en El País, que conozca mejor la literatura contemporánea española que Juan Villoro, y por supuesto también la latinoamericana. Más aún: conozco a muy pocos españoles que le superen. No es ningún mago y no tiene ningún secreto. La razón es que Juan lee hasta en las esquinas más recónditas de los días, lee cuando los invitados a su casa de fin de semana duermen la mañana del domingo, pero lee, sobre todo, con una curiosidad muy poco frecuente, que es la que le mantiene joven, y con una rapidez y capacidad de empatía realmente envidiables, en una alianza entre inteligencia e intuición literarias que no es tan fácil encontrar unidas.Aunque nunca nadie presentó mis propios libros con tanta capacidad de comprensión -es uno de esos lectores que le descubren al autor lo que de verdad ha querido escribir-, he de decir que no siempre comparto algunas de sus pasiones, pero que vivan las diferencias.

Ingresado como académico de número no hace mucho en el legendario Colegio de México, en cuya creación y prestigio contribuyó no poco el exilio republicano español y su propio padre, el filósofo Luis Villoro, de ineludible cita en la formación de Juan, no sólo por él sino por todo su círculo de amigos, al igual que su madre, la sicóloga Estela Ruiz Milán de quien sin duda heredó la simpatía y humanidad, no creo equivocarme mucho si digo que Juan Villoro se ha convertido en el representante más visible hoy de la gran literatura mexicana, un país peculiar,como es sabido, a la vez el más nacionalista y el más cosmopolita. Pocos escritores tan conscientes de su mexicanidad como Carlos Fuentes, Octavio Paz y Juan Rulfo, y pocos a la vez tan pendientes de las relaciones de México con el mundo, incluido Rulfo, que además de gran fotógrafo era inesperado experto, por ejemplo, en las sagas escandinavas.

      Pues bien, Juan no desmerece de esa tradición, que además se une de forma inevitable a preocupaciones políticas, al viejo estilo de los escritores Modernos, no de la Posmodernidad anémica que padecemos en Europa,y participa de forma activa,por un lado en la política más progresista de su país, y a la vez el seguimiento muy cercano del proceso político catalán, en un salto que habla del ángulo amplio de sus intereses. Ahora bien, sí es necesario precisar que, a sus 59 años, una edad de la que ya es posible ir sacando algunas conclusiones en las biografías, Juan Villoro no ha demostrado esa pasión por la proximidad del poder que tanto ha caracterizado a la generación que le precede y que les unió incluso por encima de las afinidades literarias y, en la estela de otra tradición entre escritores desde luego mucho menos fuerte que la de los escritores cortesanos, se ha mantenido lejos de los palacios presidenciales.

     Por lo demás, esa figura de escritor tribuno, unida a su generosidad e incapacidad para decir que no, hace que, literalmente, se vea obligado a veces a comportarse como un Balzac huyendo de sus acreedores y poco menos que tenga que esconderse o fugarse por los tejados de su propia casa, o llegar incluso a cambiar de país durante alguna temporada para eludir la avalancha de solicitudes de que acepte una nueva presentación, un nuevo prólogo, un nuevo artículo sobre el papel del idioma español en el mundo, tema retórico por definición que él siempre sabrá renovar.No se me ocurre ningún escritor, mexicano, latinoamericano ni español que publique al mismo tiempo en periódicos tan diferentes y de tan diversos sitios, lo que constituye por sí misma su mejor presentación y justifica, mejor que ningún otro argumento, el premio de la Fundación del diario Madrid, un premio a la libertad de expresión, una trayectoria periodística y la amplitud y generosidad de ideas.

Pero todo ello no bastaría para definirle, pues de polígrafos está llena la historia de la literatura. Formado y contemporáneo de una etapa de la literatura mexicana caracterizada por el mestizaje y la escritura agenérica -desde el ensayismo poético de Paz a los enigmáticos textos de Salvador Elizondo o la literatura sin límites del también mexicano Roberto Bolaño, amigo suyo por cierto-, Juan aporta a la escritura mexicana, a la escritura en español, y al margen de sus géneros o soportes, una mezcla que no encontrará muchos imitadores y por razones evidentes: la simultaneidad de idea y narración, de ensayo y metáfora, de inteligencia y visión poética. Y todo ello para un solo objetivo, que no es el juicio sino la comprensión, en la que también toman parte indispensable, y no poca, los afectos que gobiernan su vida. Juan Villoro comprende más que juzga, y acaso esa es la esencia misma de la literatura. Algo solo al alcance de muy pocos.

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