Juan Villoro
Juan Villoro

Una casa de verdad, por Juan Villoro

Discurso del periodista y escritor mejicano al recibir el galardón que le acredita como premiado en la XIV edición del Premio de Periodismo 'Diario Madrid'

Mi primera relación con el periodismo fue inmobiliaria. Mis padres estaban suscritos a Excélsior, El Periódico de la Vida Nacional, que cada año rifaba una casa. A la distancia, me parece curioso que visitáramos esa mansión, como si así aumentaran nuestras posibilidades de ganarla. Recorríamos los cuartos, la cocina y los jardines, suponiendo que ahí seríamos no sólo más ricos sino mejores. Ganar aquella casa era una aspiración moral.

En los años en que participamos en el sorteo sólo obtuvimos un premio de consolación: un asador de carnes que a falta espacio mi madre colocó sobre el refrigerador y que nunca llegamos a estrenar.

De niño, el periodismo me parecía una oportunidad para participar en rifas. Desde entonces lo asocio con la suerte, que hoy me reúne con ustedes.

La palabra “metáfora” significa mudanza. En Grecia ampara a los camiones que llevan muebles de un sitio a otro; en nuestra lengua, se refiere a las cosas que se trasladan en la mente. Hubiera querido mudarme a la casa de Excélsior en forma literal, pero lo hice en forma metafórica.

En algún momento descubrí que el periódico no sólo rifaba cosas, sino que podía ser leído. De 1968 a 1976, Excélsior se renovó bajó la dirección de Julio Scherer García. En 1968 yo tenía doce años. Mi padre era profesor de la Facultad de Filosofía y Letras y participó en el movimiento estudiantil, reprimido en la plaza de Tlatelolco. En un momento en que el control de los medios era casi absoluto, Scherer inició una aventura de la libertad que determinó mi relación con la prensa. De los doce a los veinte años, pasé de las historietas de El Príncipe Valiente al periodismo deportivo y de ahí a las crónicas de Jorge Ibargüengoitia, que muchos años después reuniría y prologaría en el volumen Revolución en el jardín, editado por Javier Marías.

Juan Villoro e Íñigo Méndez de Vigo
Juan Villoro e Íñigo Méndez de Vigo

El Excélsior de Scherer llegó a ser uno de los diez principales periódicos del mundo y representó para mi generación una universidad abierta. La literatura tenía dos modos de llegar a esas páginas, como tema y como práctica. Una entrevista con Julio Cortázar merecía la portada (recuerdo el momento en que el autor de Rayuela afirmó que el compromiso revolucionario de un escritor no se medía por su participación política, sino por su capacidad de ser un Che Guevara del lenguaje), y numerosas colaboraciones tenían la vibrante condición de la literatura rápida. El idioma revivía en las crónicas deportivas de Manuel Seyde, las notas policiacas de Ramón Márquez, las críticas de televisión de Carlos Monsiváis, las entrevistas de Elena Poniatowska. Este empeño se ampliaba en el suplemento Diorama de la Cultura, dirigido por Ignacio Solares; Revista de Revistas, dirigida por Vicente Leñero, y Plural, dirigida por Octavio Paz.

Comencé a escribir con cierta intención hacia 1972 y el 12 de octubre de 1975 publiqué un cuento en Diorama de la Cultura, con el agradecido nerviosismo de un canterano que debuta en el equipo de sus amores. Un año más tarde el sueño liberador de Excélsior fue cancelado por el presidente Luis Echeverría.

Destituido por una asamblea amañada, Julio Scherer abandonó las oficinas y salió a Paseo de la Reforma seguido por los suyos. Las fotos lo muestran con el pelo ensortijado y la mirada firme de un senador romano. Camina decidido; no parece haber sido expulsado de su oficina: se dirige a su próximo cierre de edición. Poco después, Scherer fundaría la revista Proceso y otros exiliados de Excélsior, los periódicos unomásuno y La Jornada.

De los doce a los veinte años aprendí que la información puede ser una rama del arte y que la libertad de expresión se encuentra amenazada.

En 1978, Vicente Leñero, publicó Los periodistas, extraordinaria novela sin ficción sobre el golpe a Excélsior. Mi primer libro, La noche navegable, era el siguiente que debía aparecer en el catálogo de la misma editorial, Joaquín Mortiz, fundada por Joaquín Díez Canedo, idealista del exilio español que prefería publicar a vender.

Cuando la novela de Leñero llegó a las librerías, Díez Canedo se sorprendió, y casi se molestó, de tener un best-seller. Una tarde me llevó a su bodega, señaló inmensos rollos de papel y dijo en tono de hartazgo: “¡Tengo que dedicarlos a Los periodistas!: he dejado de ser editor; ahora soy un simple reimpresor”. Esto ocurría en 1978. Mi libro sólo saldría cuando las ventas de Los periodistas amainaran, lo cual ocurrió dos años después.

El compás de espera, que en su momento me pareció un calvario, fue otro aprendizaje. No puedo ni debo olvidar que vengo después de Vicente Leñero, el maestro que contó en Los periodistas la historia de la verdad en riesgo.

En 1976, mientras México sufría un doloroso revés en sus libertades, España veía la aparición de Diario 16 y El País, medios que transformaron la concepción del periodismo en el idioma.

Las relaciones periodísticas entre México y España han tenido la condición de espejos distantes en los que a veces queremos vernos reflejados y en los que por momentos no quisiéramos asomarnos. No extraña que un autor como Ramón María del Valle-Inclán haya colaborado en la prensa mexicana o Amado Nervo en la española. Lo singular es que, de manera cambiante, las libertades de un país han sido codiciadas por el otro. En 1976, ante la censura ejercida por el presidente Echeverría, desviamos la vista hacia el promisorio horizonte de la prensa española.

Las cosas habían ocurrido a la inversa en otro tiempo. Durante décadas, México dio refugio a la inteligencia hispana. En el plano del periodismo, hubo figuras como Luis Suárez, capitán durante la Guerra Civil, que llegó a México en 1939, se nacionalizó en 1941 y recorrió el mundo para descifrar misterios chinos, las conspiraciones norteamericanas en América Latina y los tensos avatares de la guerra fía.

Suárez fue uno de los primeros en entrevistar a Fidel Castro. Lo conocí a fines de los años sesenta en Cuernavaca, en casa del filósofo Ricardo Guerra, y lo escuché como quien oye a Marco Polo. Veinte años después lo volví a encontrar en Berlín Oriental. De nuevo aprecié su capacidad de hablar de guerrillas y golpes de Estado con la apasionada sencillez de quien narra la vida de su barrio. En su libro sobre la guerra del fútbol entre Honduras y El Salvador, Ryszard Kapuscinski comenta que fue Luis Suárez quien lo alertó sobre ese asunto. No vaciló en hacerle caso a un colega que jamás falló en dar una exclusiva.

Suárez fue uno de los muchos españoles que mejoraron nuestros diarios. Este legado se extiende a los descendientes de refugiados. Uno de ellos es Carmen Aristegui. De manera paradójica, la principal informadora de la radio carece de espacio para ejercer su trabajo. Hace poco más de un año tenía el mayor rating del país, pero esto no garantizó su permanencia ante los micrófonos. Su contrato fue rescindido después de que su equipo de investigación informara acerca de “Casa Blanca”, mansión que la actriz Angélica Rivera, esposa del presidente Enrique Peña Nieto, recibió como compensación por la terminación voluntaria de su contrato con Televisa. El entramado de la Casa Blanca apuntaba a un tráfico de influencias entre la presidencia, el consorcio televisivo y la constructora Higa, que ha obtenido numerosas licitaciones desde los tiempos en que Peña Nieto gobernaba el Estado de México. Así lo informó Aristegui y fue cesada. Sus padres llegaron a México después de la Guerra Civil en busca de libertades que hoy no pueden ser garantizas.

En 1939, México brindó un refugio para quienes se atrevían a discrepar en español. El 25 de mayo, el barco Sinaia zarpó del puerto de Sète, en Francia, con tripulantes que cambiarían la historia de México. El temple de esos republicanos se manifestó al subir a bordo. Un día después ya contaban con un periódico, editado en mimeógrafo. El director, Isidoro Enríquez Calleja, que había sido amigo de Ramón Gómez de la Serna y Juan Ramón Jiménez, garantizó que se publicaran 18 números a bordo del barco, prefigurando lo que esos inmigrantes harían en México. La impronta del exilio español comenzó con un periódico en alta mar.

De acuerdo con Vladimir Nabokov, el destino e un “fantasma sincronizador”. En 1939, mientras la España derrotada imprimía noticias en mimeógrafo, en la sede de los triunfadores se fundaba Diario Madrid. En su origen, la línea editorial fue fiel al régimen de Francisco Franco. Pero las cosas cambian y vuelven a cambiar. En 1966, Diario Madrid comenzó un periodo de apertura bajo la dirección de José Calvo Serer. La historia fue parecida a la de Excélsior. Julio Scherer García asumió la dirección de un diario fiel al régimen, logró transformarlo y pagó el precio de ejercer la discrepancia. En 1968, Calvo Serer sugirió que tanto Franco como el general De Gaulle podían jubilarse en razón de su edad. En 1971, Diario Madrid fue cerrado por supuestos malos manejos financieros.

El golpe a Excélsior, que pretendía acallar al periodismo, tuvo un efecto paradójico. Confirmó la urgencia de una prensa independiente y sirvió de estímulo para la creación posterior de otros medios. Los mismo ocurrió con la afrenta a Diario Madrid. Fortalecidos por esa injusticia, periodistas como Miguel Angel Aguilar, José Oneto y mucho otros contribuyeron a la búsqueda de la verdad y la discusión plural en numerosos medios de la democracia española.

Excélsior me reveló que la vida duplica su interés al ser leída en un periódico. Me formé en esas páginas como lector pero también como autor. Mi deuda con quienes me abrieron las puertas de los periódicos es infinita y atañe tanto a los medios mexicanos como a los españoles. Gracias a José Miguel Ullán y César Antonio Molina colaboré en el inolvidable suplemento Culturas, de Diario 16, tan hospitalario con los autores de ultramar que era juzgado por ciertos maledicientes como “el mejor suplemento de América Latina”.

En forma esporádica he colaborado con La Vanguardia, ABC, El Mundo, La Razón, El Faro de Vigo, El Sol y otros periódicos españoles. Desde hace doce años, escribo regularmente en El Periódico de Catalunya y desde hace unos meses en la edición latinoamericana de El País. Mi vida de lector sería mucho más pobre sin las piezas clásicas que Josep Plan, Ramón Gómez de la Serna y Álvaro Cunqueiro escribieron para la prensa española, sin las estampas taurinas de Joaquín Vidal, la entrevista convertida en una forma del arte por Rosa Montero o los evangelios del fútbol escritos por Manuel Vázquez Montalbán, Santiago Segurola, Ramon Besa, José Sámano y Enric González.

Los estímulos que he encontrado en el periodismo español son tan decisivos que no parecen admitir mejoría. Sin embargo, una exageración del azar ha hecho que además me concedan el premio Diario Madrid.

Me refiero al azar por varias razones. Como dije, el periodismo comenzó para mí como un juego de la fortuna. Además, estoy convencido de que los colegas que me han distinguido con este premio actuaron movidos por una generosidad que no sólo se refiere a mi persona. Estoy aquí como un ejemplo –fortuito, si se quiere- de lo que se escribe en México, uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. De acuerdo con la Federación Internacional de Periodistas, 120 informadores han sido asesinados en el país en los últimos 25 años. Tan solo en el Estado de Veracruz, 15 periodistas han muerto durante cinco años de gobierno de Javier Duarte, del Partido Revolucionario Institucional, y la ONG Artículo 19 informa que en el último año hubo más de 300 agresiones de distintos tipos a los representantes de la prensa.

En 2004 escribí “Los culpables”, un cuento donde un personaje quiere ser corresponsal de guerra sólo porque eso garantiza ir lejos. Hoy no se necesita salir de México para conocer la guerra.

Un venturoso azar me ha traído ante ustedes para recibir un premio que celebra la libertad de expresión. Lo dedico a los compañeros de trabajo en México que se han negado a cerrar los ojos enfrente del horror y han tenido la valentía de descubrir, aun en medio del espanto, historias de compasión y solidaridad. “Las buenas noticias no son noticia”, dice el refrán. Contra este lugar común, los resistentes periodistas mexicanos confirman que en tiempo de terror la felicidad es una forma de rebeldía. Capaz de disentir, el periodismo se ejerce como una forma del placer incluso en las situaciones más extremas. Ni el golpe a Excélsior ni el cierre de Diario Madrid anularon esta vocación inquebrantable.

Mi familia no ganó la casa que sorteaba El Periódico de la Vida Nacional. Pero el destino encuentra formas de compensar a los perdedores. Hoy, la buena voluntad de todos ustedes me hace saber que a fin de cuentas sí gané la rifa. Mi casa es el periodismo, un ruidoso lugar para vivir.  

Juan Villoro

 

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