Algunos lunes Andrés Trapiello entra en el estudio de radio decepcionado por alguna mezquindad de quien creía un amigo o por alguna miseria que le ha sido revelada. Habla de ello con un estupor sincero, más triste que airado. A Trapiello le sigue sorprendiendo la mezquindad, como si todo lo leído o todo lo vivido no le hubiera impedido conservar una inocencia que se espanta ante la cobardía o el oportunismo. Alguien a quien la contemplación de la mezquidad le sigue produciendo ese desagrado físico solo puede ser alguien bueno.
Y qué más dará esto, si el propio Trapiello nos había convencido ya de que ni la literatura es una escuela de moral ni un escritor tiene por qué proponerse como un modelo de comportamiento. Ya, pero es que Trapiello es un escritor que ha convertido su vida en un imponente monumento literario. Así que conviene saber quién es Trapiello, porque en buena parte de su obra su voz literaria es sencillamente su voz.
Trapiello podría hablar y escribir sin descanso sobre dos temas: el Rastro y el Quijote. Es uno de los últimos hombres en rendirle culto al objeto y uno de los últimos en tomarse el serio las palabras. En el Rastro sale a rescatar todo tipo de ingenios y de piezas que hace tiempo perdieron su función, pero además pesca otros prodigios que no son materiales. Como el destello idiomático de algún gitano, un feliz anacronismo o una muestra químicamente pura de saber popular.
Por eso los personajes del Trapiello novelista saben hablar el idioma de su tiempo. Es una cuestión de oído, que es un sentido que también se ejercita leyendo. La más reciente novela de Trapiello, él dice que la última, es Me piden que regrese. Lean sus diálogos, a ser posible a viva voz. Son magistrales. Como dice Alberto Olmos: «Sus diálogos de hombres y mujeres de los años 40 suenan casi magnetofónicos, nutridos quizá por la lectura de decenas de novelas de la época, y por las películas del periodo. Como digo, hay algo aquí, en la cosa y la palabra, en la atmósfera y la oralidad que va de la mano, como si Trapiello acertara lo mismo a describir una covacha que un piropo en la Gran Vía».
El virtuoso manejo del lenguaje del pasado y el presente es un billete literario de ida y vuelta. Trapiello hizo que Alonso Quijano hablase el idioma de hoy y el experimento, en lugar de suponer una profanación, fue una proeza.
Como estamos recordando, sus empresas intelectuales siempre tienen riesgo y ambición. Son por tanto ofensivas para los espíritus de vuelo rasante, que preferirían que nadie pusiera en evidencia su cobardía. Supongo que jamás le perdonarán que rescatara para el canon a aquellos autores que fueron enterrados en los sótanos de la historia, no a pesar, sino precisamente, por haber ganado una guerra. O de aquellos aún más desgraciados que la hubieran perdido fuera cual fuera el vencedor.
Uno de los momentos más importantes de su vida intelectual le cogió en un tren. (Teniendo en cuenta cómo está el transporte ferroviario en España, lo normal es que todos los momentos importantes de la vida de un español le pillen en un tren). Él iba hacia Córdoba con un libro que nadie conocía, A sangre y fuego. Cuando llegó a la estación llamó quien se lo prestó, su amigo Abelardo, y le dijo: «Me traigo la clave que me faltaba para Las armas y las letras». Cuando Chaves Nogales se hizo un éxito de ventas, él ya estaba reivincando a Carlos Morla Lynch o a cualquier otro santo sin pedestal de la historia de España
Sabemos quienes le queremos que a Trapiello lo que le hubiera gustado es releer a Juan Ramón Jiménez, pero alguien tiene que encargarse de enseñar que un reaccionario puede saber escribir, no correctamente, ni siquiera bien, sino como Agustín de Foxá, Sánchez Mazas o Rafael García Serrano. Ese alguien, en España, es Andrés Trapiello. No solo escribe sin miedo, sino que antes ha leído sin miedo, tanto o más difícil.
A la política española le agradecemos que lo expulsara como a un cuerpo extraño. Él formó parte junto a Fernando Savater de la más melancólica lista que jamás concurrió al Senado. Por UPyD. Savater y Trapiello sacaron menos votos que el Pacma.
Con toda justicia se puede decir que en aquella ocasión ganaron los animales. Pero sus lectores también sacamos provecho, porque… ¿qué hubiera sido de este hombre meditabundo y bueno en esa picadora de carne que es la política? Allí no hay sitio para alguien que aún se pasma ante una pequeña mezquindad o una íntima miseria. Habrá quien piense que ese sufragio es un baldón para la ciudad. Hay otra forma de mirarlo: quizás los madrileños se hicieron un favor a sí mismos. Más vale un cronista que un senador.
Aún no habíamos hablado de Madrid. Es sabido que aquí todos venimos a lo mismo: a que nos dejen en paz. Luego ya nos casamos y tenemos hijos madrileños a los que en nuestra tierra llamarán fodechinchos. Así funciona la cosa. Trapiello es madrileño de León y hasta aquí llegó desde Manzaneda de Torío pasando por Valladolid y otros lugares para hacer algo más difícil que fundar un imperio, como es fundar una familia, y luego con esa familia hizo algo más difícil que fundar una familia, como es fundar una editorial.
No hay nada más desconocido que una pareja. Uno cree que conoce a sus padres y seguramente es así, pero lo desconoce todo sobre el matrimonio que son sus padres. Sin embargo, creo que no me equivoco si aventuro que Miriam es aliento vital y estímulo intelectual para Andrés, que Guillermo y Rafael son su orgullo más genuino y que su Rosebud se encuentra en un lugar tan improbable para un trineo como Extremadura. Pero estábamos hablando de Madrid. El cronista encontró al fin su ciudad y la ciudad a su cronista.
Francamente, al escribir una laudatio sobre Andrés Trapiello a uno le entran ganas de decir lo de aquel apócrifo que al regresar de la Gran Manzana dijo: «Desengañémonos, Nueva York es una gran ciudad».
«Desengañémonos, Andrés Trapiello es un gran escritor». Hoy celebramos con él este Premio de Periodismo Diario Madrid. Usted que está aquí, sonría: es muy probable que su retrato se aparezca de esta guisa en un salón de los pasos perdidos.